lunes, 28 de mayo de 2012

LA VUELTA DEL SOMBRERO

Sabemos que era privilegio de los Grandes de España permanecer cubiertos en presencia del Rey de las Españas y que Éste indicara a tal o cual noble que se cubriera era considerado un altísimo honor. Tanto o más que la envidia que solía surcar los rostros de los cortesanos, muy pelotilleros y dignos ellos.
Hoy nos visita nuestro muy querido José María de Montells y Galán para ilustrarnos sobre la importancia de dicha prenda de cabeza.
Él todavía no es Grande de España, ni tampoco creo que lo pretenda, pero lo que sí está claro es que es uno de los grandes de la Literatura en lengua castellana de los últimos tiempos. Y si no se lo creen a las pruebas me remito:




LA VUELTA DEL SOMBRERO

Por José María de Montells

Impelido por el entusiasmo del marqués de la Floresta, escribí hace ya tiempo, alguna cosa sobre indumentaria para su espléndida revista Cuadernos de Ayala, que cosechó división de opiniones, como en los toros. Es natural, mis críticas al descuido en el atuendo, no son del gusto de todos. Hubo quién me preguntó si estaba de broma porque recomendé vivamente el uso del frac y del smoking para determinadas ocasiones.
El estudio de la manera de vestir y de la propia vestimenta forma parte de la Emblemática y no está tan alejado de nuestras ciencias. El traje es también un símbolo. Hoy, la uniformización del atuendo, no ha logrado acabar con su función de identificación social. Todos entendemos sus señales, aunque las ignoremos cínicamente.
Ahora, unas amigas, jóvenes y guapas todas ellas, sabedoras de mi vieja devoción por el sombrero, me hacen el obsequio de un bombín, al más puro estilo de Charlot.
El bombín o también hongo, es un sombrero de fieltro semiesférico con el ala redonda que tiene un origen aristocrático: lo diseñó allá por 1850, Sir Thomas Coke, II Conde de Leicester, harto de que sus guardabosques se dieran en la cabeza con las ramas más bajas de  los árboles, abedules o castaños de Indias, mientras montaban a caballo. De ahí su dureza.
Pronto fue adoptado como una opción intermedia entre la chistera y los sombreros flexibles. Aunque se le asocia con los ejecutivos de la City, la verdad es que, en nuestros días, se ven pocos hongos en Londres. Quien lo llevaba con mucho salero era don Manuel Fraga Iribarne, que en paz descanse, cuando embajador ante la Graciosa Majestad de Isabel II.

Don Manuel Fraga Iribarne (q.e.p.d.) con su bombín bajo la atenta mirada de Sir Winston Churchill



No digamos en Madrid, donde el uso del sombrero ha ido disminuyendo hasta el triunfo total del sinsombrerismo del siglo XX. En España, el bombín se utilizó tanto por la nobleza (el Conde de Romanones, por ejemplo) como por los castizos madrileños de las clases medias bajas (He visto una foto de Pablo Iglesias muy solemne con el susodicho), pero cayó en desuso después de la guerra civil.
Pese a todo ello, observo gozoso que cada día que pasa hay, en muchos hombres de mediana edad y aún jóvenes indignados, una vuelta al sombrero. Será influencia del cantautor Joaquín Sabina, que utiliza el bombín en sus actuaciones o el convencimiento, lento pero seguro, de que el sombrero es muy práctico para las temperaturas extremas del verano o el invierno que acostumbramos a sufrir en España. Ya es hora de añadir sensatez a nuestra vestimenta. Un hecho constatado es que desde que uso sombrero de manera cotidiana, me enfrío menos.
Para el crudo invierno hay donde elegir: desde el homburg a los flexibles, el surtido es infinito. A mí me gusta mucho el homburg, que es un sombrero que utilizo desde hace muchísimo tiempo. Le tengo especial cariño, a uno gris, igualito que el que usaba Winston Churchill o don José Ortega y Gasset, por poner un español de postín, que compré en el año del pum en una sombrerería de la Carrera de San Jerónimo, hoy desaparecida. Con él, monóculo y  bastón, apabullé a un director de sucursal bancaria que me tenía inquina financiera y se negaba a facilitarme un crédito. Al final lo conseguí. No fue por mi fiabilidad, sino por un milagro de la indumentaria, que atribuyo principalmente al homburg. Otorga respetabilidad.



Sir Winston Churchill con su homburg

Para los que no lo sepan, el homburg es un sombrero de fieltro caracterizado por una abolladura única que recorre el centro de la copa y de ala fija ajustada hacia arriba. Para ilustrarlo mejor, he rebuscado en mis fotos y he encontrado la que acompaña estas líneas. Está tomada en Estocolmo, en el 2000, en la ocasión de mi ingreso en la Orden del Amarante.


        El autor de este artículo tocado con su homburg


Cuando viví en Bruselas, me merqué un fedora camel muy aparente. El fedora es un flexible de fieltro de lana. Allí el uso del sombrero es más frecuente que en nuestro país. Por el frío, sin duda. El fedora abriga y resguarda de la lluvia. Como había leído en Cunqueiro que el sombrero del mago Merlín hablaba, yo tengo charlado mucho al fedora, pero debe ser de la raza de los pasivos, porque no contesta. Bien que lo siento.
Al borsalino azul que me regalaron mis hijos también le tengo querencia. Es un flexible de fieltro de tejón, con forma triangular en la copa, muy de Humphrey Bogart y los gangsters de las películas en blanco y negro. Me gusta mucho, pero no le hablo.
Para sport, me pongo uno de cuadros ingleses, muy de lluvia o un flexible verde de caza, británico de buena calidad, que me da un cierto aire de Indiana Jones o quizá de sátiro de Badajoz bien mirado.
En el verano, aconsejo el canotier, tal como lo llevaba el general Millán Astray de paisano. Es un sombrero de paja de copa recta, parte superior plana y ala corta, también recta y rígida, normalmente adornado con una cinta de color, o negra. Si se ladea un poco queda menos ostentoso. Confieso que el canotier falta en mi extensa colección de sombreros. No tengo empacho en admitir que ponérmelo me da cierta vergüenza, aunque tengo la edad precisa para lucirlo, al menos eso decía Charles Boyer cuando cumplió los sesenta y no se le resistía la belleza de Martine Carol.



El General Millán Astray con su canotier y su monóculo


La cierto es que, para el estío, llevo el panamá o jipijapa, que pese al nombre se fabrica en Ecuador. Tengo varios. El mejor me lo compré en San Juan de Puerto Rico, hace ya una eternidad. En Madrid, se encuentran algunos de gran calidad. Básicamente, el panamá es un flexible de paja, de ala baja. A mí me gustan los que tienen un pellizco central que recorre la copa. En Venecia, el año pasado, con un sol de justicia torturando mi laica tonsura, adquirí uno, malillo, de paja trenzada, muy aireado y fresco, que en  estas calendas uso casi a diario. Hay testimonio gráfico.



El panamá de José María Montells en Venecia



Cuando cumplí los cincuenta, los compañeros me regalaron un salacot con la sana intención de que no me lo pusiera, Me lo pongo en mi casa de El Escorial, donde el niño de un vecino me insiste en que cubra mi cabeza con el gorro de cazador de leones. El salacot nació en Filipinas, lo divulgamos los españoles y se lo apropiaron los ingleses. Isabel II, en cuanto pasaban Despeñaperros, le decía a su marido don Francisco de Asís que se pusiera el salacot, pero el Rey consorte prefería el jipijapa, quizá por llevar la contraria.
No tengo constancia de que los reyes contemporáneos de Europa lleven sombrero. El que los lucía con mucho donaire era Olaf V de Noruega. Sea como sea, me malicio que volveremos a verles. Uno desea que las cabezas coronadas vuelvan donde solían. Así sea.

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