SERVUS HISPANIARUM REGIS



jueves, 25 de junio de 2015

LA ABDICACIÓN DE ISABEL II (1870)

S.M. la Reina Doña Isabel II
Un 25 de junio de 1870, la Reina Isabel II, desterrada en París desde 1868, abdicaba en favor de su hijo Alfonso XII. En el salón del palacio de Castilla, y acompañada de su pequeña corte en el exilio, leyó el  manifiesto y el acta de abdicación, renunciando desde ese momento a ser reina de España.
A continuación, ya sin cargo, firmaba una carta dirigida a los Españoles, documento que abría el único camino posible para una futura restauración borbónica y que reproducimos en la entrada de hoy.
Grabado de García y Capuz, publicado en la revista La Ilustración Española y Americana del 13 de julio de 1870, que representa el momento de la abdicación de Isabel II en su hijo Don Alfonso XII.
Fuente: Hemeroteca Municipal de Madrid
Manifiesto a los españoles de Isabel de Borbón comunicando su abdicación en la persona de su hijo Alfonso XII. 
Fuente: Hemeroteca Municipal de Madrid
A LOS ESPAÑOLES
"Azaroso y triste en muchas ocasiones ha sido el largo período de mi reinado; azaroso y triste, más para mí que para nadie, porque la gloria de ciertos hechos, el progreso de los adelantos realizados mientras he regido los destinos de nuestra querida Patria, no han conseguido hacerme olvidar que, amante de la paz y de la creciente ventura pública, vi siempre contrariados por actos independientes de mi voluntad mis sentimientos más caros, más profundos, mis aspiraciones las más nobles, mis más vehementes deseos por la felicidad de la amada España. 
Niña, miles de héroes proclamaron mi nombre; pero los estragos de 1ª guerra rodearon mi cuna: adolescente, no pensé más que en secundar los propósitos que me parecieron buenos, de quienes me ofrecían vuestra dicha; pero la calurosa lucha de los partidos no dejó espacio para que arraigaran en las costumbres el respeto a las leyes y el amor a las prudentes reformas: en la edad en que la razón se fortalece con la propia y la ajena experiencia, las tumultuosas pasiones de los hombres, que no he querido combatir a costa de vuestra sangre, para mí más preciada que mi vida misma, me han traído a tierra extranjera, lejos del trono de mis mayores, a esta tierra, que amiga, hospitalaria e ilustre, no es, sin embargo, la Patria mía, ni tampoco la Patria de mis hijos. Tal es, en compendio, la historia política de los treinta y cinco años, en que con mi derecho tradicional he ejercido la suprema representación y poder de los pueblos, que Dios, la ley, el propio derecho y el voto nacional encomendaron a mi cuidado. 
Al recorrerla, no hallo camino para acusarme de haber contribuido con deliberada intención, ni a los males que se me inculpan, ni a las desventuras que no he podido conjurar. Reina constitucional, he respetado sinceramente las leyes fundamentales; española antes que todo, y madre amorosa de los hijos de España, he confundido a todos en un afecto, igualmente cariñoso. Las desgracias que no alcanzó a impedir mi tantas veces quebrantado ánimo, dulcificadas fueron por mí en la mayor medida posible. Nada ha sido más grato a mi corazón que perdonar y premiar, y no he omitido nunca medio alguno para impedir que por mi causa derramaran lágrimas mis súbditos. Deseos y sentimientos que han sido, no obstante, vanos, para apartar de mí en el solio, y fuera de él, las pruebas amargas que acibaran mí vida. Resignada a sufrirlas acatando los designios de la Divina Providencia, creo que todavía puedo hacer libre y espontáneamente el último acto de quien encaminó los suyos, sin excepción, a labrar vuestra prosperidad y a garantizar vuestro reposo. 
Veinte meses han trascurrido desde que pisé el suelo extranjero, temerosa de los males, que en su ceguedad no vacilan en querer reproducir los tenaces sostenedores de una aspiración ilegítima que condenaron las leyes del reino, el voto de tantas Asambleas, la razón de la victoria y las declaraciones de loa Gobiernos de la culta Europa. En estos veinte meses no ha cesado mi afligido espíritu de recoger con anhelante afán los ecos producidos por el doliente clamor de mi inolvidable España. Llena de fe en su porvenir, ansiosa de su grandeza, de su integridad, de su independencia, agradecida a los votos de los que me fueron y me son adictos, olvidada de los agravios inferidos por los que me desconocen o me injurian, para mí a nada aspiro; pero sí quiero corresponder a los impulsos de mi corazón, y a lo que habrán de aceptar con regocijo los leales Españoles, fiando a su hidalguía y a la nobleza de sus levantados sentimientos la suerte de la dinastía tradicional y del heredero de cien Reyes. Este es ese acto de que os hablo, esta la última prueba, que puedo y quiero daros, del afecto que siempre os he tenido. 
SABED, pues, que en virtud de un acta solemne, extendida en mi residencia de París y en presencia de los miembros de mi Real familia, de los Grandes, Dignidades, Generales y hombres públicos de España, que enumera el acta misma, HE ABDICADO de mi Real autoridad y de todos mis derechos políticos, sin género alguno de violencia, y sólo por mi espontánea y libérrima voluntad, trasmitiéndolos con todos los que correspondan a la corona de España, a mi muy amado hijo D. Alfonso, Príncipe de Asturias. Con arreglo a las leyes patrias me reservo todos los derechos civiles, y el estatuto y dignidad personales que ellas me conceden, singularmente la ley de 12 de Mayo de 1865, y por lo tanto conservaré bajo mi guarda y custodia a D. Alfonso mientras resida fuera de su Patria y hasta que, proclamado por un Gobierno y unas Cortes que representen el voto legítimo de la Nación, os lo entregue como anhelo y como alienta mi esperanza, que fuerzas siento para ello, aun cuando se desgarra mi alma de madre al prometerlo. Entretanto habré procurado infundir en su inteligente pensamiento las ideas generosas y elevadas, que tan bien se acuerdan con sus naturales inclinaciones, y que lo harán digno, en ello confío, de ceñir la corona de San Fernando y de suceder a los Alfonsos, sus predecesores, de quienes la Patria recibió, y él recibe, el legado de glorias imperecederas.
ALFONSO XII habrá de ser, pues, desde hoy, vuestro verdadero Rey: un Rey español y el Rey de los Españoles, no el Rey de un partido. Amadle con la misma sinceridad con que él os ama: respetad y proteged su juventud con la inquebrantable fortaleza de vuestros hidalgos corazones, mientras que yo con fervoroso ruego pido al Todopoderoso luengos días de paz y prosperidad para España, y que a la vez conceda a mi inocente hijo, que bendigo, sabiduría, prudencia, rectitud en el gobierno y mayor fortuna en el trono, que la alcanzada por su desventurada madre, que fue vuestra Reina: 
ISABEL."

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