"Pondré enemistades entre ti y la mujer,
entre tu descendencia y la suya" (Gn 3, 15)
La enemistad de que nos habla el texto sagrado y que se da entre la mujer y la serpiente (símbolo del mal) está significando que María nunca pactó con el pecado. Por ello siempre fue limpia e inmaculada del pecado original y de todo pecado personal.
Al llamar el ángel a María
llena de gracia en la anunciación, implícitamente la está llamando inmaculada. Decir llena de gracia es lo mismo que decir que María está llena de toda santidad; y la santidad está reñida con todo pecado, también con el pecado original.
En la Inmaculada celebramos, en efecto, la decisión del Padre, que teniendo que elegir una habitación terrestre para su Hijo, no piensa en un palacio, sino en un cuerpo, en un corazón de carne. Y hace esta morada, María, llena de gracia, o sea, separada del pecado.
A María le alcanzó la redención universal de Cristo, preservándola, por singular privilegio, de todo pecado, incluido el pecado original.
Durante casi diecinueve siglos la Iglesia, con sus legiones de santos, doctores, artistas, poetas y todo el pueblo fiel, anheló tener en el sagrado depósito de su fe este inapreciable dogma de la inmaculada concepción de la Virgen María.
Dice así la ansiada y solemne definición dogmática de Pío IX dada en el año 1854: "La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano". (Ds 2803)
He ahí, pues, el modo de actuar, sorprendente, creativo, del amor de Dios en la preparación de los "lugares santos": ordena un "terrón de tierra a Adán, una tierra de leche y miel a Israel, y un corazón sin mancha al Hijo primogénito Jesucristo".
Esta fiesta de la Inmaculada debe hacernos conscientes, así se lo pedimos a María, de que hemos sido elegidos "para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor" (Ef 1, 4). Y que existe sólo un muro que es necesario tirar para conseguir tal vocación: el pecado.
Que la Virgen, "santa e inmaculada", nos ayude a entender que el mal, el pecado, disminuye en el mundo y dentro de nosotros en el mismo momento en que, en vez de alegar la consabida justificación "no hay nada de malo", aprendamos a llamar al mal por su nombre: pecado. Y el pecado, reconocido y confesado, nos constituye en comunidad de pecadores perdonados.
En este año de la fe, que acabamos de comenzar, María debe ser nuestro modelo y estímulo y así poder hacer realidad lo que el Papa Benedicto XVI nos pide en su Carta Apostólica "Porta Fidei":
"Lo que el mundo necesita hoy de una manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, esa que no tiene fin".
Fco. Javier Jaén Toscano Carmelita Descalzo
Prior del Convento del Santo Ángel de Sevilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario