Los cristianos de Oriente están sufriendo una cruenta persecución ante la indiferencia de organismos, instituciones y particulares.
En Oriente y en Occidente todos somos ramas del mismo tronco que es Cristo. No podemos permanecer impasibles ante la barbarie y la intolerancia.
He aquí el artículo:
Cristiano viejo. El concepto, creado en España durante la Baja Edad Media, no solo era un injusto modo de estigmatizar a conversos o cristianos nuevos, también signo de inmensa arrogancia. De existir cristianos viejos, no vivirían en la Península Ibérica, sino en el solar geográficamente más inmediato al nacimiento de Cristo. En el siglo II numerosísimas comunidades cristianas se extendían por Palestina y Mesopotamia. Pero en el siglo V, una fuerza invasora árabe vino de Oriente y derribó ambos al éste y oeste del Eufrates. No por ello desaparecieron los cristianos. Católicos, asirios, caldeos, maronitas, armenios, ortodoxos, coptos… Nunca fue fácil su vida. En el siglo XIV, fueron prácticamente exterminados por Tamerlán en Mongolia y Asia Central. En el XIX les tocó a los de Asia Menor ser masacrados por el Imperio Otomano. En el XX, Stalin los persiguió con saña. En el XXI una nueva y feroz ola de integrismo los ha señalado como objetivo.
El autor del libro de viajes «Un millón de piedras» ha recorrido a bordo de su moto toda la zona y ha convivido con las comunidades cristianas de Uzbekistán, Irak, Irán, Siria, Jordania y Líbano.
Celebraciones públicas vetadas
En la Catedral de Tashkent me recibe el obispo, un polaco de gestos suaves y pacientes. Bendice mi moto y me cuenta que el templo fue construido entre 1912 y 1923 por prisioneros de guerra austrohúngaros. Tras el Armisticio, los comunistas acosaron a los fieles hasta que en 1939 se prohibió definitivamente el culto. El obispo murió en prisión. Tras la implosión de la URSS en 1991, la iglesia fue restaurada con donaciones extranjeras. A pesar de que guarda silencio al respecto, sé que en la actualidad los católicos son vigilados de cerca, se les impiden las celebraciones públicas y sus templos son objeto de frecuentes registros. Tampoco logro arrancar una queja a dos Hermanas de la Caridad que encuentro haciendo cola para renovar el visado. Saben que no deben poner en riesgo su labor por un inútil desahogo personal.
En Irán, los cristianos se asientan en la recóndita provincia de West Azerbaijan, encajada entre Armenia, Turquía y Georgia. En el interior de las montañas hay preciosos monasterios ortodoxos como el de Kalesi. Pero el culto se concentra en Urmia, capital oficiosa del cristianismo en la zona donde hay católicos, caldeos, armenios e incluso protestantes. Es fácil reconocer a los fieles. No se ocultan. Cuelgan orgullosos una cruz en el retrovisor de sus coches.
Asisto a un funeral católico. Las mujeres visten de negro riguroso. Todas ellas van cubiertas. Es obligación legal islámica incluso para las no musulmanas desde que tienen nueve años. El sacerdote, un hombre corpulento de profundos ojos claros, se niega, tal vez por prudencia, a reconocer problema alguno con los inflexibles Guardianes de la Revolución. «Aquí podemos tañer nuestras campanas —afirma—, en algunos pretendidamente democráticos países occidentales está prohibida esa mínima manifestación religiosa».
Cruzo la frontera hasta Irak. El Arzobispo de Erbil clama contra la indiferencia del mundo ante el asesinato de cristianos. El éxodo es imparable. Visito uno de los pueblos adventicios nacidos en mitad del Kurdistán. Para llegar hasta aquí he tenido que sortear varios controles de peshmergas (soldados kurdos) bastante más interesados que yo en la liga de fútbol española. Me recibe un hombre triste y gastado. Era taxista en Mosul pero tuvo que salir huyendo. Ahora pasa el día sin hacer nada, metido en sus zapatillas de felpa. Aparecen las mujeres de la familia. Vienen descubiertas. Algunas fuman. Opinan abiertamente sobre la situación. Uno de los varones me dice que su hermana no desea casarse. Al parecer no le gustó el tipo que la pretendía. Como cristianos, asegura, no la fuerzan a casarse con quien no sea de su agrado.
En Siria, el cristianismo tuvo aquí gran arraigo. En Sedenaya se erige un grandioso monasterio. Según la tradición, conserva un cuadro de la Virgen pintado por el mismo San Lucas. Cientos de peregrinos acuden desde todo Oriente Medio. Una pareja de mediana edad se fija en las pegatinas de mi moto. «El problema no está en Siria—asegura él—, aquí existe libertad religiosa y no hay verdaderos conflictos con los musulmanes, gente decente en su mayoría. Somos una comunidad importante y se nos respeta. Creo que el verdadero problema lo tenéis en Europa. Los mismos que aquí son tolerantes, parece que no lo son tanto allí».
A orillas del Mar Muerto
Ya en territorio jordano, a orillas del Mar Muerto está el lugar del bautismo de Jesús y el Monte Nebo, donde Abraham recibió las tablas de la Ley. Cerca también se encuentra Madaba y la Iglesia de San Jorge, en cuyo piso hay un mosaico bizantino que representa el primer mapa completo de Oriente Medio. Charlo con el dueño de un comercio cercano. Católico, ochenta años, ronca voz de fumador. «Mi abuelo luchaba con los músculos, pero mis nietos lo hacen con el cerebro. Todos han estudiado. Ahora son médicos o ingenieros. Viven en Estados Unidos. Los jóvenes se van. Pero yo, ¿Dónde voy a ir a mi edad? Aquí tengo mi casa y mi negocio. Éste es mi sitio. Al fin y al cabo, ésta es nuestra tierra, la tierra donde nació Jesús».
En Líbano, las tensiones se remontan a la Primera Cruzada. Godofredo de Bouillon conquistó Tierra Santa en 1099. Su hermano Balduino I sometería el puerto de Beirut en 1110 y lo incorporaría al Reino Cruzado de Jerusalén. Desde entonces, los primitivos cristianos, seguidores de San Marón, llamados maronitas, rigieron los destinos del país hasta que la demografía se volvió en su contra y reaccionaron con violencia a la violencia.
Beirut bulle de nuevo para los negocios. Si hay tensiones, no se muestran. Una gran mezquita sufragada por Arabia Saudí se alza pacíficamente junto a la catedral. Mas hacia el interior, surge un país diferente. Zhale es la población católica más grande en un país árabe. En el bíblico valle de la Bekaa, ahora teritorio de Hizbolá.
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